Chile ha sido históricamente un país muy desigual,

situación que se mantiene hasta el presente a pesar de los avances en la reducción de la pobreza.  En este contexto, todos los sectores de la sociedad chilena, pero principalmente los sectores populares, urbanos y rurales, han compartido también históricamente la esperanza de que la escuela sea la puerta que abrirá a sus hijos el camino hacia la movilidad social, es decir, hacia la igualación de oportunidades. En la frase anterior se ha omitido conscientemente el uso de un lenguaje inclusivo desde el punto de vista de género, como una manera de reflejar el hecho de que, tradicionalmente, las expectativas respecto a las hijas por parte de padres y madres, e incluso por parte de docentes, no necesariamente se han asociado a la movilidad social por la vía de la educación, sino más bien a la preparación para el matrimonio u otras formas de ejercer roles domésticos, a menos que se aspire a oficios o profesiones “propias de mujeres”.

Sin embargo, si las demandas por una educación de mayor calidad, gratuita y pluralista, reconciéndola como un derecho en lugar de verla como un bien de consumo, han estado en el centro de la reactivación de las movilizaciones sociales en la década en curso, es porque toda la evidencia muestra que la escuela ha fracazado como instancia privilegiada para la distribución más justa de oportunidades, y ha terminado siendo más bien un mecanismo de reproducción de las desigualdades existentes desde la cuna.

Aunque ya en la década de 1970 se logró la meta de la cobertura universal de la educación primaria (básica en la terminología actual), y comenzó a masificarse la educación secundaria (media en la terminología actual), las modificaciones que la dictadura militar introdujo al sistema educacional en la década siguiente  (municipalización de la educación pública e introducción de un cuasimercado que las hizo competir con el creciente sector de las escuelas particulares subvencionadas) profundizaron la segmentación social que caracterizaba desde mucho antes a la educación chilena. Este es el factor estructural más relevante, pero no el único, para explicar el fracaso de la escuela como mecanismo de igualación de oportunidades.

Tras el retorno de la democracia, los gobiernos de centro-izquierda han impulsado varias reformas estructurales para terminar con la segregación social y mercantilización de la educación chilena:

Exigencia de giro único y de figura jurídica sin fines de lucro para los sostenedores particulares, prohibición de la selección de estudiantes por parte de las escuelas y fin del co-pago por parte de la familia. Actualmente se está poniendo en marcha el proceso de desmunicipalización, creando entidades de educación pública que agrupan a varias comunas, neutralizando así la desigualdad entre municipalidades en términos de recursos financieros y capacidades de gestión.

Estas reformas estructurales, que sin lugar a dudas han sido necesarias, han concentrado toda la atención en el debate público, restando visibilidad al debate complementario en torno a la calidad de la educación, es decir, respecto a lo que pasa en el aula.

La cuestión de la calidad del trabajo en el aula trasciende la coyuntura nacional, puesto que existe una conciencia mundial sobre la crisis sin retorno del paradigma educacional de los siglos XIX y XX, agudizada por la globalización de la Internet y la masificación de las redes sociales virtuales, que han reemplazado a la escuela como vía de acceso a la información y al conocimiento.

Ya en 1993 la UNESCO convocó una comisión internacional para que reflexionara sobre la educación y el aprendizaje en el siglo XXI, presidida por el francés Jacques Delors. A partir del informe de esta comisión, y de otras iniciativas conjuntas entre la OCDE y la UNESCO, desde 2009 se ha establecido un consenso respecto a que las habilidades requeridas para desarrollar trayectorias laborales y de vida exitosas en el siglo XXI, caracterizado por una velocidad sin precedentes en lo que se refiere a los cambios tecnológicos y culturales. Los siguientes son los pilares de este nuevo consenso:

APRENDER A PENSAR:

Adquirir instrumentos para la comprensión, lo que implica aprender a aprender; ejercitar la atención; ejercitar la memoria; ejercitar el pensamiento crítico.

APRENDER A HACER:

Poder para influir en el propio entorno; ser capaces de enfrentar variadas interacciones y trabajar en equipo; desarrollar competencias para insertarse en el mundo del trabajo.

APRENDER A VIVIR JUNTOS:

Autoconocimiento, manejo de la inteligencia emocional, comprensión y empatía con los demás; responsabilidad social y ambiental, tanto a nivel global local como global.

APRENDER A SER:

Proceso fundamental que recoge los anteriores, esto es, desarrollar la propia personalidad; desarrollar la autonomía de juicio y la responsabilidad personal.

Se trata de procesos que requieren el protagonismo de los y las estudiantes, lo que implica que el trabajo en el aula se desplaza desde la enseñanza al aprendizaje colaborativo.

«La escuela no tiene futuro como entidad dedicada a la transmisión de información y conocimiento, pero si tiene una misión irreemplazable como espacio colaborativo para aprender cómo usar la información y el conocimiento disponible, en función de las necesidades y proyectos de vida de los y las estudiantes y sus comunidades» .- Jacques Delors. La expresión nueva educación utilizada en el título y en el texto de este proyecto, es una forma abreviada de referirse a este paradigma educacional del siglo XXI.

El Ministerio de Educación no ha estado para nada ajeno a este debate más profundo, puesto que sus actuales orientaciones curriculares consideran explícitamente estos pilares de la nueva educación, especialmente en el caso de la formación técnico-profesional. Por otra parte, ha puesto en marcha una “Agencia de Calidad de la Educación” autónoma, cuya misión es hacer seguimiento del desempeño de los establecimientos educacionales, y apoyar a aquellos cuyo desempeño esté debajo de los estándares esperados (como ha ocurrido con el Colegio Agrícola Los Mayos).

El Ministerio de Educación no ha estado para nada ajeno a este debate más profundo, puesto que sus actuales orientaciones curriculares consideran explícitamente estos pilares de la nueva educación, especialmente en el caso de la formación técnico-profesional. Por otra parte, ha puesto en marcha una “Agencia de Calidad de la Educación” autónoma, cuya misión es hacer seguimiento del desempeño de los establecimientos educacionales, y apoyar a aquellos cuyo desempeño esté debajo de los estándares esperados (como ha ocurrido con el Colegio Agrícola Los Mayos).

Pero el problema que persiste se puede resumir con una frase popularizada por el psicólogo educacional español Juan Ignacio Pozo: “Tenemos una escuela […] del siglo XIX, con profesores del siglo XX y con estudiantes del siglo XXI.”

Mientras el diseño espacial del aula, pensado para la transmisión del conocimiento desde un profesor que sabe a un grupo de menores que no sabe, no ha tenido cambios significativos desde el siglo XIX, la gran mayoría de los y las docentes permanecen completamente habituados a realizar el trabajo en el aula en la misma forma en que éste se hizo a lo largo del siglo XX. Por lo tanto, aunque el equipo directivo y la mayoría de los docentes de un establecimiento tuviera la voluntad, y contara con orientaciones y recursos metodológicos, para transformar el trabajo en el aula de acuerdo a las necesidades y características de sus estudiantes del siglo XXI, no conocen experiencias exitosas que les ayuden a visualizar el camino a recorrer para lograr tal transformación, y tampoco cuentan con los recursos para contratar especialistas que sí tengan la experiencia necesaria para asesorarlos en el proceso. Ante tales limitaciones, y frente a la presión por mostrar mejores resultados en las mediciones de la Agencia de la Calidad de la Educación, prefieren esforzarse por un desempeño lo mejor posible dentro del estilo tradicional de trabajo en el aula al que están acostumbrados, en lugar de “distraerse” procurando cambiar esa forma de trabajo.

La centralidad que la demanda por una educación no sexista ha tenido en las movilizaciones estudiantiles durante el año en curso, hace necesario preguntarse hasta qué punto los fundamentos y estrategias de la nueva educación podrían facilitar también el tránsito hacia la equidad de género en la educación. Aunque ciertamente una respuesta más fundada a tal pregunta debería ser parte de la sistematización de los resultados del proyecto, se puede anticipar que el desplazamiento del foco de atención desde el/la docente hacia el/la estudiante, y desde la enseñanza hacia el aprendizaje, implica que el proceso de aprendizaje se construye desde las necesidades e intereses, y por lo tanto de las propias expectativas de cada estudiante. Este cambio de foco, si se lleva a cabo en espacios educativos inclusivos que tiendan hacia el equilibrio de género, ciertamente neutralizará el peso que pudieran tener, en los procesos de aprendizaje, expectativas con un sesgo desigual respecto a hombres y mujeres por parte del mundo adulto (padres-madres y docentes).